Fábulas de los egos sueltos

por Rafael Núñez






Por millones de años (no miles como creen algunos) un animal grotesco deambula el planeta Tierra, arrastrándose sobre su vientre, cargando sobre su espalda un fardo de maldades, contadas hasta siete, y cuya expansión cubre, desde la época prehistórica, los cinco continentes.




Tiene su cara arbitrariamente dispuesta, y dos ojos saltones enterrados haciendo movimientos inquietantes, como si quisieran salirse de su marco. Cuando se posan sobre las personas, alteran su paz interior.




Antes de que sus manos peludas contaminaran a los seres del Planeta, este aparato de carne y hueso, llamado Bribón fue acusado de ser un lujurioso. Desde entonces fue desterrado de su fauna originaria, ubicada fuera de la Galaxia, al decir de muchos en un planeta remoto sobre el cual los científicos no tienen noticias.






La principal acusación para que El Rey lo echara de su hábitat fue la de poseer una intensidad egóica desproporcionada con el sexo. Las orgías entre mujeres y champaña era su deleite.
Desde que puso pie en el planeta Tierra, hace millones de años, se hace nombrar economista, intelectual, periodista, arquitecto, docente de escuela pública, burócrata, artista y hasta rector de rectores de universidades.







Fue diseminando por doquier cuantas maldades pudo y soportó su espantosa anatomía. Entre los bártulos que llevaba consigo, lo más pesado no era el ropaje mugriento, ni los panecillos para mitigar el hambre, tampoco los efluvios a bestia cansada. Su gran y eterno cargamento fue el saco de envidia y de codicia, que le colgaban como dos aretes.







Cuando se peleó con El Rey, a pesar de haber alegado que éste le había engañado al no propiciar el ascenso al principado, que le catapultaría luego al reinado, Bribón sacó a relucir su vanidad intrínseca, una condición que sólo albergan simples animales intelectuales.



A pesar de que su padre, desde niño, le corrigió el brote de ira a la edad de cuatro años, Bribón siguió creciendo, alimentando esos arranques. Como su psiquis nunca dio visos de albergar paciencia, sus padres conversaron con un herrero, un destilador de metales que se curtió en esos menesteres en la mina de oro del pueblo natal.




La petición de los progenitores de Bribón era muy original y posiblemente única: Fabricarle una cuerda de acero, con ciertas aleaciones especiales para que se convirtiera en acero inoxidable. La cuerda entregada por el herrero a los padres de Bribón no sirvió, lamentablemente, para amarrarle los egos.




En su vida de burócrata, del mundo galáctico que se atribuía pertenecer, Bribón ponía a pruebas su gran capacidad de pereza. Cada vez que a su despacho llegaba alguna disposición departamental, no importaba la urgencia, Bribón la archivaba en la letra “O”, donde solía guardar los documentos para Olvidar. Su lema preferido fue siempre: Por qué hacerlo fácil, si difícil también se puede.




Cuando de tomar asientos se trataba en los banquetes de fin de año, sigilosamente llamaba al jefe de Protocolo, un caballero amanerado con pajón de loca, para que le guardara un asiento en la mesa principal, estratégicamente dispuesto para ser servido de primero y que los flashes de las cámaras estuvieran a su alcance. Es decir, igualado al Rey, el mismo que lo echó del planeta por lujurioso.




Su intelectualidad, aquel mundo subjetivo del que se preciaba volar más alto que nadie, la desarrollaba en cualquier escenario, no importa que su interlocutor fuera el chinero José María.






En la organización de un evento, se negó a confeccionar una lista de intelectuales que asistirían a una exposición de pintura. En aquella actividad, a la que llegó a duras penas en la cola de un moto concho, su chaqueta de lino se convirtió en la capa voladora del personaje que siempre quiso ser: El hombre con alas.




Bribón llegó envanecido al Teatro. En esos 15 minutos de pasajero, imaginó volar más alto que el águila. Bajó de su pedestal cuando una mosca le aleteó en la boca; luego, su deforme anatomía inició el descenso, puso los pie sobre el mármol de la escalera de la Galería de Arte, escuchó el testimonio de humildad de un curador de pinturas, un hombre sabio que supo dónde encontrar el cable de acero inoxidable para amarrar los egos sueltos.

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